HOMILÍA DOMINICAL2
viernes, 29 de noviembre de 2013
HOMILÍA DOMINICAL2
REFLEXIONES SOBRE LA HOMILÍA DOMINICAL
1. Una forma privilegiada de predicación
Hablando
de formas de exponer la doctrina del Evangelio con vistas a mejorar su calidad
es obligado hablar de la homilía
como parte integral de la liturgia
eucarística. El c.767 se refiere a esta privilegiada forma de predicación con
estos términos: “Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es
parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo
largo del año litúrgico, expónganse en ella, comentando el texto sagrado, los
misterios de la fe y las normas de vida cristiana”. La homilía forma parte
integral de la celebración del domingo y de ahí su importancia como anuncio y
explicación canónica del evangelio al pueblo cristiano. Así pues, “en todas las
misas de los domingos y fiestas de precepto que se celebran con concurso del
pueblo, debe haber homilía, y no se puede omitir sin causa grave”. Por otra
parte, se aconseja que “si hay suficiente concurso del pueblo, haya homilía
también en la Misas que se celebren entre semana, sobre todo en el tiempo de
adviento y cuaresma, o con ocasión de una fiesta o de un acontecimiento
luctuoso”. La Sacrosanctum concilium,35,2
define la homilía como “una proclamación de las acciones admirables realizadas
por Dios en la historia de la salvación”. Con cuyas palabras se indica de qué
se debe hablar en la homilía y no aprovechar su tiempo para hablar de otras
cosas, como ocurre con frecuencia.
Para
entendernos mejor, digamos que la homilía es ese discurso que lanza el cura
después de la lectura del Evangelio y que muchas veces los fieles desean que
termine lo antes posible. ¿Por qué? Esta es la cuestión. Los liturgistas y
pastoralistas han escrito sacos de páginas sobre el origen, naturaleza e
importancia de esta forma de predicación, pero es raro encontrar alguien que se
atreva a hablar abiertamente de los defectos más comunes que la gente suele
atribuir a los predicadores dominicales. Y lo que es peor. A veces la gente
pierde la paciencia y se queja amargamente de tal o cual predicador, pero nadie
se atreve a poner el cascabel al gato haciéndole ver las fundadas razones de
esas quejas por parte de los sufridos fieles. De hecho, hay predicadores dominicales
que ni siquiera aceptan la más mínima crítica a su modo de predicar la homilía,
convencidos de que su forma de hacer las cosas es la única correcta. Lo cierto
es que la homilía con frecuencia es motivo de desazón por parte de los fieles y
desprestigio de la liturgia dominical. El asunto es grave y no se puede
esquivar el bulto.
2. Defectos más destacables de la
predicación dominical
No me
refiero a defectos doctrinales, sino a modos y formas de predicar la homilía
dominical, que son objeto de comentarios desfavorables por parte de fieles que
sólo piden que se hagan las cosas razonablemente bien sin pedir nada
extraordinario. Recordemos algunas de las quejas más frecuentes sobre la
homilía dominical.
1) Que es muy larga
En
efecto, hay predicadores sobre los cuales se sabe cuándo empiezan, pero no
cuándo van a terminar. Con sólo oírles las primeras palabras la asamblea se
pone ya a temblar. Olvidan estos predicadores que los primeros siete minutos de
su homilía son para el público, los cinco siguientes para las paredes y el
resto, si por desgracia los hubiere, para el diablo. Es una ley de psicología
elemental que se cumple inexorablemente y no perdona a nadie. Tampoco a los
Obispos. Con otras palabras. Cualquier asamblea dominical está dispuesta a
escuchar con atención e interés a un predicador, por malo que sea, durante diez
minutos largos. Más allá de los cuales, aunque que hable como Demóstenes, la
gente empieza a moverse automáticamente sobre los asientos y a mirar para las
paredes.
Si
la homilía se prolonga, es inevitable que algunos vayan más lejos y empiecen a
proferir en su interior contenidas maldiciones contra el pelmazo del
predicador. Los escrupulosos sienten después la necesidad de confesarse. Otros
miran al reloj y cuando lo creen conveniente se salen de la Iglesia y asunto
terminado. Los más sufridos resisten hasta el final de la celebración pero salen
bufando del templo. ¿Resultado final de la celebración dominical? El predicador
satisfecho y los fieles defraudados. O sea, un tiempo precioso pastoralmente
perdido. Lo peor es que la mayoría de esos predicadores están convencidos de
que la homilía ha de ser larga y es inútil tratar de hacerles ver que, además
de hacer sufrir injustamente a la gente, pierden inútilmente el tiempo con sus
aburridas y somnolientas prédicas. Y si además el predicador es escrupuloso o
de mente estrecha, entonces la causa está perdida porque siempre encontrará
teológicas, litúrgicas y místicas razones para no dar su brazo a torcer. De
modo que, paciencia y que Dios nos ampare porque el mal sólo se remediará con
la jubilación o por muerte prematura.
Hablando
de las cualidades del predicador Martín Lutero decía: “que sepa acabar a tiempo
y no canse a los oyentes con exceso de palabrería”. En este contexto de
homilías largas un día su mujer le dijo que había oído predicar al doctor
Pommer, “el cual se desviaba mucho del tema y mezclaba otros asuntos en sus
sermones”. A lo que Lutero respondió: “Pommer predica como habláis las mujeres,
que decís cuanto se os ocurre. Es insensato el predicador que está convencido
de que puede decir todo lo que se le ocurre. Un predicador tiene que mantenerse
fiel al tema y esforzarse para hacerse entender a la perfección. Esos
predicadores que se empeñan en decir todo lo que se les ocurre se comportan
igual que las criadas cuando van a la plaza: se encuentran con otra muchacha y
echan con ella una parrafada o engarzan una conversación; que se encuentran con
otra criada, pues otra parrafada, y así con la tercera y con la cuarta, que por
eso van tan despacio al mercado. Lo mismo hacen los predicadores que se apartan
demasiado del tema y quieren decir todo de una vez. Esto es lo que no se puede
hacer”. Lutero, como es sabido, no sólo dijo brutalidades teológicas sino
también cosas sensatas y dignas de ser tenidas en cuenta, como esta crítica a
los predicadores que no terminan de hablar hasta que se hartan de decir todo lo
que se les va ocurriendo sobre la marcha alejándose del tema central y
prolongando el discurso hasta el hartazgo de la asamblea, que termina cansada y
aburrida.
2) Que no se entiende lo que dice el cura
A veces
la gente no entiende lo que dice el predicador simplemente porque no dice más
que palabras sin un mensaje definido para ser comunicado al público. Es el
típico predicador que domina bien el lenguaje y se permite el lujo de
improvisar y hablar de todo sin orden ni concierto. Lo más que puede decir el
público al final de la homilía es que el cura habla muy bien, o que es muy
culto, pero nadie sería capaz de hacer un resumen de lo que dijo o destacar la
idea central de la homilía, la cual pudo haber resultado hasta literariamente
brillante. Es el arte de hablar mucho y bien sin decir nada sustancial que
valga la pena ser tenido en cuenta. Por otra parte, es frecuente oír decir
entre jóvenes que no van a misa porque se aburren como ostras. Lo cual nos
lleva de la mano al tema del lenguaje utilizado en las homilías. Lo normal es
que en una homilía bien preparada se digan cosas importantes que afectan profundamente
a la vida humana al filo de los textos bíblicos y litúrgicos que son leídos.
¿Por qué entonces no suscitan interés? Los expertos en pastoral de la
comunicación están de acuerdo en que el lenguaje habitualmente utilizado en las
homilías suele ser desfasado y poco o nada comprensible para la gente,
comparable al de las recetas médicas de tiempos pasados que hacía sudar a los
farmacéuticos para descifrarlo. Con frecuencia los predicadores utilizan un
lenguaje muy clerical y poco comprensible para la gente acostumbrada a la
claridad que caracteriza a los medios de comunicación social, aunque lo que
digan sea interesante pero no importante o incluso razonablemente inaceptable.
Hay
predicadores que repiten materialmente los términos bíblicos sin hacer el menor
esfuerzo por traducirlos al lenguaje usual e inteligible de la gente, la cual
está habituada al lenguaje visual de los medios de comunicación con menoscabo
del lenguaje verbal discursivo. Además de usar un lenguaje desfasado, hay
predicadores que son como discos rayados. Escuchándoles se saca la impresión de
que se aprendieron de memoria un sermón y lo repiten como papa-gallos ante
cualquier público que tengan delante. Si
se les pidiera cuenta y razón de lo que están diciendo no sería extraño que
reaccionaran malhumorados como los cicerones cuando observan que los turistas
escuchan por educación su “rollo” aprendido de memoria, pero con indiferencia o
sonrisas compasivas por las cosas que a veces dicen con aplomo y tono de
autoridad.
Otras
veces el predicador habla muy deprisa porque piensa que tiene que aprovechar la
ocasión para decir lo más posible y explicar las tres lecturas bíblicas
previamente leídas. Trata entonces de compensar la limitación del tiempo de que
dispone hablando velozmente de suerte que los oídos de la asamblea sólo
perciben un chorro de palabras que se estrella contra los tímpanos sin que sea
posible retenerlas para descifrar su significado. En el otro extremo de los que
hablan muy deprisa están los que hablan con lentitud exasperante escuchándose a
sí mismos. En resumidas cuentas, que, sea por desfase de lenguaje, falta de
preparación de la homilía, olvido de la condición del público o por hablar
acelerada o lentamente, la mayor parte de la asamblea se queda a la luna de
Valencia marchándose a casa sin sacar ningún provecho de la homilía.
3) Tono negativo, broncas y alusiones a los
ausentes
Pero lo
anterior es miel sobre hojuelas al lado de las homilías apocalípticas. Hay
predicadores que, una vez leídos los textos bíblicos, uno tiene la impresión de
que se van a remangar y liarse a palos contra la asamblea. Fruncen el ceño y
con cara de perro gruñón arremeten contra todos los pecados de la corrompida
sociedad actual añorando las presuntas virtudes de tiempos pasados. Se olvidan
por completo de explicar amablemente el contenido del evangelio en clave
positiva de salvación ocupándose sólo del trabajo de mandar pecadores al
infierno. Se olvidan igualmente de tratar bien a los presentes dejando en paz a
los ausentes. Las alusiones a los ausentes durante el tiempo estival, en que
muchos de los feligreses marchan de vacaciones, resultan particularmente
molestas. Echan una mirada y constatan que es escaso el número de personas
presentes y se preguntan dónde están los demás haciendo comentarios sobre su
ausencia. Es verdad que no todas las broncas son iguales. Hay párrocos, por
ejemplo, que se permiten reñir a sus feligreses más por exceso de confianza o simple
imprudencia que por otras razones. Durante la homilía hacen incisos y
comentarios pintorescos que nadie toma a mal. Más aún. Cuando alguien les
recuerda amigablemente que se les calentó la lengua, lo reconocen sin
dificultad y jamás va la sangre al río. Todo queda en exceso de confianza y
falta de prudencia sin que nadie lo dé mayor importancia.
Lo malo
es cuando el predicador habla con guantes de armiño, saca la cabritera de la
ironía y con lenguaje ponderado empieza diciendo que no quisiera herir la
sensibilidad de nadie, pero que....hay quienes. Y se despacha repartiendo leña
a diestra y siniestra, contra presentes y ausentes, la juventud de hoy día, el
cine, la televisión, internet. Otros hacen comentarios recriminatorios sobre la
puntualidad a los actos litúrgicos, ordenan a la gente que se sienten en un
lado u otro del templo en incluso comentan la forma de vestir de la gente.
¿Resultado? La gente se marcha del templo malhumorada e indignada. ¡Si al menos
se le pudiera meter mano al predicador por decir algo contra la fe! El
predicador, en cambio, vuelve a la sacristía para quitarse los ornamentos litúrgicos
como un torero cuando abandona el ruedo después de haber realizado alguna faena
descomunal. Una vez más se ha perdido miserablemente el tiempo pastoral de la
homilía.
4) Fingimiento de la voz y gestos espectaculares
¡Es que
habla de una manera!, se oye decir a veces. La verdad es que cada cual tiene su
voz y no sirve pedir peras al olmo. Hay predicadores que tienen una voz
desagradable y de ello nadie tiene la culpa. Pero ¿por qué no hablan con
naturalidad sin falsear su voz adoptando tonos ficticios de ultratumba? ¿Por
qué no hablan sin gritar o tratar de sacar una voz artificial? Otros tienen una
voz estupenda, pero hablan con autocomplacencia escuchándose a sí mismos. Este
narcisismo verbal es un vicio característico de los profesionales de la
comunicación social y desdice mucho de los predicadores dominicales. En el
mejor de los casos se trata de un mimetismo pueril y desagradable.
Hay
predicadores que suben o bajan el todo de voz de forma premeditada con el
objeto de sorprender a la feligresía acompañando la dicción con gestos físicos
espectaculares. Esta forma de predicar está más cerca de la comedia que de la
exposición sencilla, clara y honesta del evangelio. Por otra parte, hay quienes
inconscientemente sacan una voz fingida durante toda la celebración
eucarística. Pero ¿quién pone el cascabel al gato y les dice que hablen con
naturalidad?
¿Y
qué decir de esos otros que se ponen místicos a punto de lagrimear agua bendita
repitiendo una y otra vez piadosísimos y exasperantes argumentos? Pienso que el
buen predicador no debe ser confundido con el buen comediante que sabe fingir
sentimientos y estados de ánimo ajenos a su personalidad. Si, además, el
predicador es uno de esos que se ponen a hablar sin preparar nada quedando a
merced de lo que se les vaya ocurriendo, para después atribuir al Espíritu
Santo incluso las inevitables tonterías que puedan decir, la cosa es más seria.
¿No será acaso una falta de respeto al pueblo cristiano, congregado para
celebrar la Eucaristía, y al mismísimo Espíritu Santo, ahorrarse el trabajo de
preparar la homilía como Dios manda, dando por supuesto que el Espíritu apoya
la holgazanería irresponsable del predicador? Es que el Espíritu,
replican. No, cuando tenemos muchas
ganas de hablar y necesitamos desahogarnos con alguien - en este caso el pueblo
cristiano- si escuchamos al Espíritu nos dirá con toda claridad: antes de
hablar, piensa bien lo que vas a decir y no digas tonterías en mi nombre.
5) Sermones y discursos paralelos en lugar de
la homilía
El
término sermón tiene actualmente un significado peyorativo que se refleja muy
bien en dichos populares como estos: “ya
estoy harto de oír sermones”; “no hace más que sermonear a los demás”; “no me
eches sermones”, y así sucesivamente. Estas expresiones derivan del estilo de
aquellos predicadores que, en lugar de explicar a la asamblea con la mayor
objetividad y claridad posibles los pasajes difíciles del evangelio u otros
textos litúrgicos del día, se dedican a “sermonear”, o lo que es igual, a
corregir defectos, dar consejos morales inoportunos y planificar actos de
culto, sin olvidar el reclamo inoportuno de ayudas económicas. A este tipo de
falsas homilías responde la crítica del humorista que reza así: al entrar en el
templo deje fuera la cabeza y cuando salga, la cartera. Los sermones
espectaculares de este jaez nos recuerdan también la crítica implacable que el P. Isla hace de los mismos en su conocido
Fray Gerundio de Campazas.
Por
lo que se refiere a la confusión de la homilía con los discursos paralelos o
alternativos, cabe destacar algunos errores. El primero consiste en dar por
sabido lo que hay que explicar con el pretexto de que el mensaje de los textos
litúrgicos del día está claro y, en como consecuencia, el predicador centra la
homilía en otra cosa. Por ejemplo, se termina de leer la parábola del hijo
pródigo y el predicador comienza la homilía diciendo que, como lo que acaba de
ser leído está suficientemente claro, va a hablar de otro asunto. Tenemos así
un discurso alternativo inesperado que deja al público con la boca abierta.
Otras veces se ha leído algún texto bíblico particularmente difícil de entender
y el predicador echa el balón fuera hablando de otras cosas en lugar de
explicar el texto en cuestión. Esta forma de proceder es propia de predicadores
con escasa formación bíblica y teológica, o bien que están muy ocupados con
menesteres administrativos y no
encuentran tiempo para preparar la homilía. En estos casos recurren a temas
evasivos haciendo también un discurso paralelo a lo que debería ser la homilía.
Otro modo de sermón paralelo no deseable
consiste en elaborar un discurso bíblico o teológico genérico, memorizarlo bien
y repetirlo en todas las homilías como un disco grabado. Así las cosas, el
predicador emplea la mayor parte del tiempo en la repetición de dicho discurso
y sólo de forma rápida e irrelevante alude a los temas del día sobre los que
debería centrar la homilía. O lo que es igual, se aprende de memoria un
discurso y lo repite siempre y en todo lugar sin descender a la explicación
concreta de los pasajes interesantes o difíciles de entender leídos durante la
celebración de la Eucaristía. Estos predicadores me traen a la memoria al
flautista Marcelo el cual en todas sus intervenciones tocaba la misma música
con la aclaración previa siguiente. Voy a interpretar para ustedes esta pieza
de baile para que los que son del pueblo y la saben, no la olviden, y para que
los que vienen de fuera y no la saben, la aprendan.
También
me parece oportuno recordar la práctica que durante algún tiempo estuvo en
vigor, de diseñar un programa monográfico de teología para ser desarrollado
durante el tiempo destinado a la homilía durante un periodo de tiempo
determinado. Por ejemplo, durante todo un año litúrgico o un periodo
determinado como son los litúrgicamente denominados tiempos fuertes. Este
método equivale a una confusión lamentable de la homilía con las clases de
teología en las que se fijan unos temas a tratar y se los va desarrolla durante
el curso académico prescindiendo de si llueve o nieva, hace sol, es de día o de
noche. Ocurre entonces que la temática fijada en el programa prevalece sobre la
temática litúrgica propia del día. Tenemos así un discurso paralelo y la gente
tiene la impresión de que, en lugar de escuchar una homilía, lo que escucha es
una lección académica de teología al margen de la celebración litúrgica del
día, para lo cual están las cátedras de teología con esa finalidad. Pienso que
este trueque de temas burlando los derechos de la homilía es un error
importante.
6) Preparación de la homilía en común
Por
último, dos palabras sobre la preparación de la homilía en común. Cuando yo era
joven se puso de moda esta forma de preparar la homilía dominical pero pronto
me percaté de que tal metodología no es aconsejable como norma general. No me
interesa describir aquí los motivos concretos de esta valoración negativa pero
sí será oportuno hacer algunas observaciones útiles al respecto. Para empezar
hemos de reconocer que ese tipo de reuniones comunitarias resultan muy
difíciles de llevar a cabo en la práctica tanto en las parroquias como en las
casas religiosas. Por si esto fuera poco, la preparación comunitaria no
favorece la personalización indispensable del discurso dominical de acuerdo con
los criterios de preparación que indicaré después. Se corre el riesgo también
de que la homilía se convierta en un disco grabado por otras personas y
repetido de forma mecánica y protocolaria sin el toque personal indispensable
para que el mensaje de la misma resulte creíble y persuasivo para la
feligresía. Dicho lo cual añado lo siguiente.
En
circunstancias especiales, sobre todo cuando no hay libertad religiosa
reconocida, la preparación comunitaria de la homilía puede resultar muy
conveniente y hasta necesaria. Estoy pensando, por ejemplo, en el riesgo que
corría el predicador en los países sometidos al régimen comunista en Europa y
que yo mismo tuve la oportunidad de detectar. En aquella situación política y
social lo mejor y más prudente era que se oyera una sola voz bien armonizada lo
cual requería una preparación comunitaria del discurso dominical bien
acrisolada sin destaques personales. Lo mismo cabe decir hablando de la
predicación cristiana actualmente en los países islámicos donde la libertad
religiosa que no sea el islam está rigurosamente prohibida y penalizada. Como
caso histórico ejemplar en esta materia cabe recordar el célebre sermón de los
frailes dominicos el 21 de diciembre de 1515. Se acercaba la celebración de la
Navidad y fray Antonio Montesinos denunció en nombre de toda su comunidad de
frailes dominicos los atropellos que se estaban cometiendo con los indios.
¿Cómo compaginar la celebración del nacimiento de Cristo con dichos atropellos?
Antonio Montesino subió al púlpito, como portavoz de la primera comunidad de
dominicos en el Nuevo Mundo, en Santo Domingo, y pronunció el sermón de
denuncia después de haber sido preparado previamente y firmado por todos los
frailes. Había que decir cosas muy fuertes y por ello prepararon juntos la
histórica homilía firmándola y haciendo suyo cada uno de los miembros de la
comunidad el contenido de la misma.
3. Consejos prácticos para hacer la homilía
Es cierto
que resulta más fácil predicar que dar
trigo, dar consejos a otros y no ejemplo práctico de ellos. No obstante
me atrevo a hacer algunas sugerencias sobre el proceso de preparación de la
homilía dominical personalizada.
1) La Homilía, para que resulte pastoralmente
eficaz, debe ser breve
La
brevedad es la regla de oro confirmada por la psicología moderna de la
comunicación. Si la prédica es defectuosa, pero breve, la gente se olvida
fácilmente del impacto negativo y no pasa nada. Y si es buena, el público queda
bien dispuesto para volver a escuchar. Por el contrario, la homilía larga y
defectuosa exaspera e indispone para el futuro. Y si es de calidad, a medida
que se prolonga se va generando cansancio. La brevedad ayuda a soportar y
olvidar todos los defectos. Está demostrado que aún las cosas más gratas,
cuando se prolongan demasiado, terminan produciendo hastío. Uno puede escuchar
con placer durante algún tiempo, o de cuando en cuando, la novena sinfonía.
Pero a fuerza de escucharla puede llegar
el momento en que a uno le apetezca más escuchar un cencerro, aunque sólo sea
para variar. Lo mismo pasa con los predicadores. El mero hecho de tener que
escuchar siempre a la misma persona todos los domingos es un factor negativo
que el predicador ha de tener en cuenta. Por eso, la regla de oro para el que
tiene que hablar muchas veces a un mismo público es la brevedad. Por la
brevedad el público termina olvidando y
tolerando los defectos de los malos predicadores por exceso de palabras. Sólo
tres ejemplos prácticos y pintorescos para ilustrar lo que termino de decir.
Antes
recordé el comentario de Lutero con su mujer acerca de las homilías largas. Pues bien, un
ilustre obispo español ya fallecido celebraba una solemne ordenación de
sacerdotes y diáconos en su catedral. Según me dijo uno de los asistentes a la
ceremonia, la homilía del Obispo duró una hora. En un momento dado hubo gente
que sugirió la idea de abandonar el recinto catedralicio hasta que terminara de
hablar el prelado pero pensaron que este gesto podía servir como carnaza para
los medios de comunicación por lo que aguantaron el tirón hasta el final. La
homilía era una pieza magistral de teología sobre el orden sacerdotal, digna de
ser publicada y estudiada, pero insoportable por su extensión en una ceremonia
ya de suyo muy larga.
En otra
ocasión el Arzobispo de la ciudad americana donde yo había dado algunas
conferencias celebraba la misa diariamente a las 12 horas en su catedral.
Contabilizando mi tiempo disponible me decidí a ir a despedirme de él cuando
terminara la celebración. Era un lunes o martes de la semana y se despachó con
tres cuartos de hora de homilía. En realidad ésta era una magistral lección de
teología pero a destiempo y rompiendo el ritmo normal de una celebración
eucarística en un día cualquiera de la semana. Por último, otra anécdota
disuasiva contra las homilías largas, aunque sean episcopales. Al término de
una solemne celebración eucarística celebrada por un Obispo muy intelectual una
señora comentó la extensa homilía con estas palabras: “empachosamente culto”.
2. Preparar la homilía
¿Cómo?
Para empezar yo aconsejo no leer ninguna de esas homilías prefabricadas en
revistas y publicaciones de auxilios litúrgicos a no ser en casos de extrema
necesidad. La homilía, para que sea convincente, tiene que ser personalizada y
no un discurso estandarizado. El predicador es una persona que habla y no un
disco grabado que reproduce algo que ni entiende ni es suyo. Lo aconsejable es
empezar leyendo atentamente todos los textos bíblicos de la liturgia dominical.
A continuación, se consulta un par de comentarios bíblicos de calidad
reconocida sobre dichos textos hasta formarnos una idea bíblica correcta de los
mismos. Una vez que se ha llegado a dominar globalmente la temática desde el
punto de vista bíblico, se selecciona el aspecto o problema sobre el cual se va
a centrar el discurso homilético.
En
principio se selecciona aquel aspecto o pasaje cuya lectura puede resultar más
difícil de entender por parte de los fieles. Por ejemplo, si toca leer el
pasaje veterotestamentario del sacrificio de Isaac, el predicador no puede
echar el balón fuera diciendo que va a hablar de la importancia de la oración
porque le resulta difícil explicar ese pasaje. El público necesita una
explicación que el predicador debe facilitar mediante la homilía. Y si hay
niños y se ha leído que nadie puede ser discípulo de Cristo si no odia a su
padre y a su madre, el predicador no puede marcharse por los cerros de Úbeda
hablando de tópicos comunes dejando ahí esas palabras sin explicar su
significado. Son sólo dos ejemplos, que podían multiplicarse hasta el infinito
ya que el lenguaje de la Biblia tiene muy poco que ver con el lenguaje actual y
hay que saber cuándo ha de ser tomado en sentido histórico-literal o hay que
interpretar el género literario utilizado.
Hay
homilías que son piezas literarias, pero su contenido se reduce a ocurrencias
personales y frases ingeniosas inspiradas en alguno de los textos litúrgicos
sin aportar ninguna luz para la comprensión real de los mismos. A veces estos
predicadores tienen días malos. No se sienten inspirados y lo pasan muy mal
cuando tienen que hablar porque, como ellos mismos suelen decir, tengo que
predicar y “no se me ocurre nada”. No. Un predicador
puede decir con toda razón que está cansado y no tiene ganas de hablar. Pero no
que no se le ocurre nada. Eso sólo demuestra que es un vago que no prepara la
homilía o que dedica el tiempo pastoral a otras actividades menos importantes.
Estas
situaciones no tendrían lugar si se tuviera la costumbre de preparar
personalmente la homilía siguiendo el proceso que acabo de indicar. Siguiendo
este método, no sólo no hay penuria de ideas sino que se multiplican y en lugar
de tener que esperar angustiosamente a ver si llega la inspiración o surge
alguna ocurrencia, lo que procede es seleccionar aquellas ideas que más
convenga decir al público. El Espíritu Santo ayuda al predicador que prepara la
homilía pero no suple su holgazanería pastoral. Por supuesto que pueden darse
situaciones en las que esa preparación inmediata resulte imposible. En tales
casos, si falta una preparación remota suficiente para salir del atolladero, lo
mejor y más correcto es no hablar. Para no hablar se pueden alegar muchas y
buenas razones. Para hablar mal no hay razón justificativa ninguna. Hay muchas
circunstancias en la vida en las que callados es como más guapos estamos. Y no
vale eso de que, ¡hombre, “algo habrá que decir”! O que la mejor preparación de
la homilía es la oración. La prudencia más elemental y el respeto debito al
público aconsejan que cuando, por las razones que sean, no se está en
condiciones de predicar la homilía como Dios manda, lo mejor es omitirla.
Tampoco es honesto escudarse en la oración para evitar el trabajo de la
preparación.
3) Una
idea, pocas palabras y fáciles de entender
Lo ideal
sería que el predicador de la homilía se centre en una sola idea o pensamiento
y la exponga en cinco minutos largos con las palabras más sencillas
susceptibles de ser entendidas por cualquier público. Lo cual requiere mucha
preparación. No menos que para preparar un buen discurso televisivo de cinco
minutos de exposición y dos de diálogo en directo con el público. Para predicar
bien una homilía de 5 ó 7 minutos se necesitan muchas horas de preparación
remota y como mínimo una o dos de preparación inmediata. Para predicar una
homilía durante una hora, con cinco minutos de preparación hay bastante. Para
predicar durante horas, no se necesita preparación ninguna y esta es la
tentación a la que sucumben muchos predicadores dominicales.
En cuanto
al tono y género del discurso homilético, se ha de evitar, por encima de todo,
el “sermoneo”. Me refiero a esa forma de hablar al público dando consejos y
advirtiendo de peligros como el abuelo a los nietos. O mejor, esa mala
costumbre de no saber dirigirse al público si no es en tono obsesivamente
moralizante corrigiendo presuntos defectos o dando consejos que nadie ha
solicitado sobre las cosas más obvias. El “sermoneo” es primo hermano del
“paternalismo” que suele inducir a actitudes de rechazo.
La
homilía no debería ser tampoco una fría conferencia académica. Para hacer un
buen discurso académico no se requiere creer o estar convencidos de lo que
decimos. Basta hacer una exposición objetiva y ordenada del tema a tratar. Por
el contrario, si el predicador de la homilía no expresa su adhesión afectiva a
lo que está diciendo, puede dar la impresión de que está engañando al público y
pierde credibilidad. Igualmente hemos de reconocer que, cuando se emociona y
hace afirmaciones salomónicas de cualquier cosa que dice, lo más probable es
que se parezca a un actor de teatro al estilo de Gerundio de Campazas. Se ha de
evitar el estilo academicista y el teatral buscando siempre la naturalidad y la
sencillez. Pero sin incurrir en el otro extremo, que es la chabacanería. Hay
predicadores cuya forma de hablar en la homilía apenas se distingue de la que
usarían tomándose con un feligrés una cerveza amigablemente en la cervecería de
la esquina.
Pienso
que la homilía tiene su propio estilo, que es esencialmente informativo. Me explico. La predicación
cristiana es anuncio de la gran noticia
de la salvación humana. La noticia de la salvación, por tanto, es el objeto
formal de la predicación evangélica, cuyo contenido esencial según S. Pablo
(Col 4) es el misterio de Cristo por cuya predicación dice encontrarse en
prisión. Ahora bien, las noticias se transmiten mediante informaciones
objetivas y veraces. De donde se infiere que la predicación se ha de hacer de
acuerdo con los cánones de una buena información objetiva y veraz acerca de Jesucristo
y su mensaje de salvación. Por otra parte, la información objetiva no se agota
en la mera transmisión de la noticia, sino que se prolonga en el comentario,
que en nuestro caso es la homilía. Cualquier sistema de información completa se
materializa en forma de noticia y comentario. Dicho esto, cabe describir el
estilo de la homilía en pocas palabras del modo siguiente.
La
homilía bien hecha lleva una noticia o mensaje sobre Jesucristo y un comentario
sobre la noticia. O mejor, es una noticia comentada sobre Jesucristo que se
transmite en un tiempo muy breve de forma que sea entendida por cualquier
persona normal como las noticias y comentarios periodísticos. Como
características esenciales de la predicación homilética por relación a la
información periodística cabe destacar las siguientes. 1) El contenido esencial
de la homilía como noticia es siempre bíblico y cristológico, que es lo mismo
que teológico. Lo cual implica que el predicador tiene que conocer muy bien la
Biblia y la Tradición bíblica eclesial como primera fuente de información. 2)
La noticia debe ir acompañada de un comentario teológico y pastoral, pero de
forma que el público pueda percibir claramente dónde termina el anuncio de la
noticia y comienza el comentario personal. 3) El lenguaje utilizado ha de ser
aquel que mejor haga llegar al público el mensaje. Ahora bien, en las
sociedades modernas avanzadas el lenguaje más idóneo para llegar al mayor
número posible de personas es, sin lugar a dudas, el periodístico. De ahí la
necesidad de ensayar un nuevo estilo de predicación en clave informativa
abandonando el estilo del sermón tradicional. 4) El predicador debe creer en lo
que dice. Lo contrario es un fraude y no genera credibilidad en la audiencia
aunque diga cosas muy bonitas y estéticamente bien presentadas. 5) El
predicador debe evitar hacer el papel de comediante con sus gestos oratorios
con el fin de impresionar y ganarse emocionalmente al público. Igualmente ha de
evitar los tópicos de la publicidad y de la propaganda ya que la verdad
revelada en Jesucristo no es un producto de mercado ni una ideología sino una
forma de vivir amorosamente con Dios y con los hombres. 6) Salvo en
circunstancias especiales, fácilmente comprensibles por el público, las
homilías leídas son desaconsejables como práctica habitual. La homilía debe ser
personalizada y con su lectura rutinaria el predicador induce a pensar a la
feligresía que actúa como un robot o que es torpe de mente.
4. La homilía dominical según el Papa
Francisco
Como anuncié al principio,
reproduzco a continuación literalmente el texto papal, liberado de las citas y
cotejado con algunas observaciones de mi exclusiva responsabilidad.
“135. Consideremos ahora la
predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación de parte
de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad,
en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen
en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La
homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de
encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho,
sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos
ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar.
Es triste que así sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz
experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente
constante de renovación y de crecimiento.
136. Renovemos nuestra
confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien
quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su
poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la
necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás también
mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se
ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45).
Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les
hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra, los
Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para enviarlos a
predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos (cf.
Mc 16,15.20).
El
contexto litúrgico
137. Cabe recordar ahora que
«la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de
la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis,
sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las
maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la
alianza». Hay una
valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que
supera a toda catequesis por ser el momento más
alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La
homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su
pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar
dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que
era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
138.
La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de
los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la
celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro
del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y
evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de
mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante
que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría
dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y
el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia,
se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación
de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige
que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una
comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que
la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor
brille más que el ministro.
La
conversación de la madre
139. Dijimos que el Pueblo de
Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a
sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la
Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo,
sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque
se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha
sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de
amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus
diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que
actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del
pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por
tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para
saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo.
Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así
también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en
clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar
mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140. Este ámbito
materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo
debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la
calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría
de sus gestos. Aun
las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu
materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los aburridos consejos de una
madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos.
141. Uno se admira de los
recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su
misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de
tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el
pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque
a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica
con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a
los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a
pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo
y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
Palabras
que hacen arder los corazones
142. Un diálogo es mucho más
que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el
bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras.
Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas
que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o
adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen
esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener
un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la predicación, por
la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la mano de la
belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos,
porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba
para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de
María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado
en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda
palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.
143. El desafío de
una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores
sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre
iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el
aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la hermosísima y
difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su
pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y
estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los
corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su
pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la
homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de
manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La
palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan
sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos
predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como
siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de
corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de
la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la
Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad
cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos
hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el del Padre
misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta
como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que
predica el Evangelio.
La
preparación de la predicación
145. La preparación de la predicación
es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de
estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero
detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones
que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas
para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso
ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la
multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas
las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente
prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes.
La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente
pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm
12,1), con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por
Dios. Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e
irresponsable con los dones que ha recibido.
El culto
a la verdad
146. El primer paso,
después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto
bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a
tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a
la verdad».[113] Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre
nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los
depositarios, los heraldos, los servidores».[114] Esa actitud de humilde y
asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo
cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto
bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y
dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos
domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse
a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o
inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un
tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se
trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede
detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo:
«Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147. Ante todo
conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las
palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no
siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o
tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más
que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua,
eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el
escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis
literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan,
reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar
que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños
detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje
principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no
realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni
orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no
terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor
en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una
idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue
escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue
escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito
para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas
opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea
misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje
central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda
la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la
interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró
sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha
crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia
vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen
otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el
acento propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los
defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder
transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
La personalización de la Palabra
149. El predicador
«debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de
Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también
necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para
que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro
de sí una mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada día, cada domingo,
nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece
el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en particular,
la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la
Palabra». Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres,
sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Ts 2,4). Si está vivo este deseo
de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se
transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del
corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo
su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón
del Pastor.
150. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos
maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero
no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los
hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el
dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos
de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1).
Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la
Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la
predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar
a otros lo que uno ha contemplado». Por todo esto, antes de preparar
concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que
aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una
Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma
y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y
pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral. También en
esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad
[…] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen
y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo».
151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí
que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en
el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el
predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha
salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza,
muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará
sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a
escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida,
que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para
orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un
charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el
deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como
Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor
quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por
su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del
predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El
Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los
comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y
conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría
hallar».[119]
La lectura espiritual
152. Hay
una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y
de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina».
Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para
permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no
está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje
central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir
qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un
texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará
decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus
propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en
definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa
confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo
Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En
la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar,
por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi
vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me
interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me
atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber
tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y
cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a
otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza
a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras
veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos
todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo
en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente
que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar
un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el
camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la
propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos
dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos
lograr.
Un oído en el pueblo
154. El
predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que
los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra
y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las
aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de
considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano»,
prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y
respondiendo a las cuestiones que plantea».[120] Se trata de conectar el
mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven,
con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no
responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente
religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en
los acontecimientos el mensaje de Dios»[121] y esto es mucho más que encontrar
algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor
desea decir en una determinada circunstancia».[122] Entonces, la preparación de
la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde
se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que Dios hace oír en
una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al
creyente».[123]
155. En
esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana
frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la
soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la
preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad
para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos
que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene
ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los
programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que
la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la
adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a
veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la
predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos pedagógicos
156.
Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que
decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una
predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero
quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje.
Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la
importancia de los métodos y medios de la evangelización».[124] La preocupación
por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es
responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y
nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio
exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de
escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de
preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu
discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos
recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más
atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en
la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos
para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos
suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar
y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el
mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia
vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere
transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del
Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener
«una idea, un sentimiento, una imagen».
158. Ya
decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto
de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada». La sencillez
tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden
los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente
sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en
determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las
personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos.
El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y
pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno
quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la
Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y
prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas
diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco
clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica,
o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria
es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente
al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159. Otra
característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer
sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo
negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para
no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una
predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja
encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se
reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más
atractiva la predicación!
5. Observaciones sobre el texto pontificio
Me ha
llamado mucho la atención la advertencia del Papa Francisco acerca de las
quejas existentes sobre la predicación de la homilía dominical. Ante ellas no
podemos mirar hacia otra parte o hacernos los sordos. El contexto propio de la
homilía dominical es litúrgico y eucarístico. Por ello, pienso yo, la homilía
no puede ser tomada como ocasión para hacer política, propaganda de ideas o
pedir dinero. Cada cosa debe hacerse a su tiempo y el tiempo de la homilía no
es transable. Es muy desagradable, por ejemplo, que el predicador termine su
discurso pidiendo dinero a los fieles. Las necesidades administrativas se han
de resolver en otros momentos y de otra forma sin menoscabo del tiempo y
finalidad de la homilía.
La
homilía no debe ser un espectáculo entretenido sino breve sin caer en el estilo
de una charla campechana de cafetería o
una fría exposición académica. La homilía larga, además de casar a la
feligresía, rompe la armonía entre las partes de la celebración litúrgica y su
ritmo. Ya hablé más arriba de los que celebran la eucaristía despachándose con
una homilía larga y tres mini-homilías. Por otra parte, el hecho de que el
predicador, como una buena madre, pueda permitirse el lujo de aburrir a la
audiencia en circunstancias muy concretas, no legitima que el predicador
castigue constantemente a los sufridos fieles con homilías largas. El
Pontífice recuerda que la predicación
puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase
de exégesis, reducen la comunicación
entre corazones que debe prevalecer en la predicación dominical. El desafío de
una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores
sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. Yo diría que el
predicador que no va al grano con la idea esencial que desea transmitir, es
porque no ha preparado debidamente la homilía. Las cosas bien preparadas se
dicen pronto mientras que de las cosas improvisadas podemos hablar durante
horas sin parar.
Sobre la
preparación de la homilía el Papa Francisco no admite excusas. Así de claro: “La preparación de la
predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo
prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Algunos párrocos
suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben
realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a
esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque
deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes”. El primer paso en
la preparación de la homilía, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar
toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación
y hacerlo con amor. Es obvio, pienso yo, que sin amor y respeto a la feligresía
el predicador puede ser un gran orador pero no un predicador del Evangelio de
Jesucristo.
Por otra
parte, el predicador debe estar lo más seguro posible de haber entendido
adecuadamente el significado de las palabras leídas en la celebración litúrgica.
El Pontífice es muy consciente de la dificultad de entender los textos
bíblicos y de ahí la necesidad del
estudio e investigación de los mismos. Pero no se trata de entender todos y cada uno detalles
del texto. Lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal del
mismo. Es claro que la preparación de una buena homilía requiere mucha
inteligencia y corazón en mutua colaboración y no por separado o excluyéndose.
El Papa habla también de los recursos pedagógicos del discurso haciendo una
aclaración muy interesante corroborada por los expertos modernos de la
comunicación. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que
se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento;
las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere
transmitir. En este sentido suele decirse entre los expertos que vale más una
imagen que cien palabras.
Por lo
demás, la homilía ha de ser un discurso personalizado y no estandarizado. El
predicador debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la
Palabra de Dios. No le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es
también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y
orante. Es la sincronía de inteligencia y corazón de cada predicador de acuerdo
con los rasgos y características de su personalidad. Por último el Papa
recomienda a los predicadores dominicales que hablen a la gente en lenguaje
positivo. Por supuesto que en ocasiones habrá que hablar de cosas negativas,
pero sin quedar enzarzados en las quejas y los lamentos. Aún en estos casos la
predicación ha de alejarse de la negatividad y generar esperanza. Por lo demás,
la lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el
predicador para descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe
partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la
propia vida. O sea, que, como he dicho más arriba, la inteligencia y el corazón
no sólo no se excluyen sino que se implican. El Papa recuerda que el predicador
necesita también escuchar a los fieles para descubrir lo que estos necesitan
escuchar. Esta observación me recuerda los tiempos en que yo visitaba las
iglesias para escuchar entre los feligreses las homilías dominicales y ponerme
en cola para recibir el sacramento de la confesión. Esta experiencia de simple
feligrés es muy útil para saber lo que hay que decir en las homilías, cómo y
cuándo y el tiempo que han de durar para que resulten provechosas y saludables.
A los que dicen que no hay tiempo para hacer esta experiencia yo les diría lo
que el Papa a los que dicen que no tienen tiempo para preparar la homilía. Hay
que sacar el tiempo de donde sea organizando el trabajo pastoral. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.
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